sábado, 30 de julio de 2011



Por Marta Dillon (SOY)


La semana que viene comienza en Córdoba el juicio por el asesinato de Natalia “la Pepa” Gaitán, asesinada a quemarropa por quien era el padrastro de su novia. El crimen fue cometido por ser lesbiana en marzo de 2010. La historia de la Pepa, como le gustaba que la llamaran, delata no sólo la violencia social que suelen sufrir lesbianas, gays y trans más allá de los avances legislativos, sino también cómo esta violencia se hace más cruel cuando las víctimas eligen vivir por fuera del estereotipo que les imponen.

El calor apretaba en el barrio Parque Liceo al atardecer del 6 de marzo de 2010. Sobre todo en la 3era. sección, allí donde el asfalto todavía no llega y el polvo se levanta y se mete en la boca y la nariz como plástico, una película asfixiante que pide mate, cerveza, agua, cualquier líquido que sirva para disimular una sed, que es también la sed por la noche de sábado que se avecina y que empieza a prepararse en rondas de vecinos y vecinas que parlotean en la calle porque así es el barrio y porque adentro apenas se puede respirar.

El estruendo de la moto enduro de la Pepa Gaitán era parte del folclore del barrio, por ahí solía andar eligiendo quién la acompañaría a ver a Belgrano de Córdoba los domingos de partido o invitando a un picadito en la plaza a los nenes y las nenas a los que durante la semana ayudaba a terminar la tarea antes de servirles la merienda en la sede social Lucía Pía, que su padre y su madre habían levantado para dar contención social a las mamás que no tenían con quién dejar a sus hijos cuando iban a trabajar. Era compradora, la Pepa. Ahí donde aparecía siempre se escuchaba como un gorjeo alguna carcajada y las súplicas de los más chicos por una vuelta en esa montura metálica que se acomodaba entre las piernas y que lucía como una insignia el nombre de su padre fallecido un año atrás: José. Ella siempre estaba dando una mano, dicen en el barrio, consiguiendo changas para uno, guardapolvos blancos para otra, siempre sabía qué decir cuando frente a la desgracia ajena se abría el silencio.

Ese sábado, sin embargo, no se la esperaba por esa sección del Parque Liceo. Por eso cuando se escuchó el bramido de la moto las miradas siguieron la estela de polvo como en una coreografía. Desde que Dayana se había mudado con ella, la Pepa no había vuelto por ahí. Para qué, la madre de su novia no soportaba la relación. Se llamaba Silvia y a medio barrio le había contado que estaba enamorada de la Pepa, que no sabía qué iba a hacer con su marido, Daniel Torres, un albañil desocupado y violento al que la Pepa le había conseguido changas para hacerle un favor a la familia. Silvia no se quedó en el molde, dos meses habían pasado desde que Dayana y Pepa estaban juntas y le habían alcanzado para echar a su hija de la casa, denunciarla en la comisaría por fuga de hogar, presentarse en un juzgado para decir que estaba preocupada por la homosexualidad de su hija y acusar a Pepa de corromperla. Demasiada información para Torres, que ya venía pensando cómo terminar con esa cantinela que lo dejaba tan mal parado como macho. Esa torta no lo iba a humillar, más le valía que le tuviera miedo, ¿o acaso no veía el odio que se inyectaba en sus ojos cada vez que la cruzaba y apuntaba contra ella el pulgar y el índice antes de fingir un disparo?

Lorena Gaitán sí lo había notado. Ella era muy pegada a su hermana mayor, mucho más alta que la Pepa aunque menos hábil con los puños. A Lorena nunca se le hubiera ocurrido medirse en el vale todo, esa disciplina cruenta de lucha que se da en un ring y viene definida por el título. “El Daniel siempre la miró con odio a la Pepa, se le notaba el rechazo, pero ella no se quería dar cuenta; nunca quería fijarse cuando la miraban mal porque de chica ya había sufrido mucho por eso. Si yo hubiera sabido que la amenazaba hubiera hecho algo, porque yo por mi hermana daba todo.”

Ni Lorena ni la Pepa midieron la distancia irreductible a la que podía llegar el odio.

No la midió la Pepa cuando ese 6 de marzo de 2010 se metió en una discusión entre Silvia, la madre de su novia, y Gaby, su mejor amiga. No la midió Silvia, siquiera, que apenas alcanzó a correr el cuerpo cuando el caño de la escopeta que empuñaba su pareja apuntó contra la Pepa y se deshizo en un centenar de perdigones que le destrozaron el hombro derecho. Esa escopeta que Torres había pedido prestada dos semanas antes todavía olía a pólvora y a muerte cuando el hombre la revoleó sobre un techo y el barrio se despegaba el polvo de las gargantas con un griterío desesperado que acompañó como un obituario las últimas horas de la Pepa Gaitán.
Lesbofobia

La respuesta no es directa, pero en su desvío aparece la violencia: “Lo que pasa es que a mí no se me nota”. La enunciaron una abogada, una chica que trabaja en limpieza de una escuela, dos estudiantes universitarias, una trabajadora social y una maestra jardinera. Todas lesbianas que contestaron en distintos momentos a la misma pregunta sobre su registro de la lesbofobia en Córdoba, la ciudad donde viven y trabajan, ahí donde Natalia “La Pepa” Gaitán recibió un tiro a quemarropa, en plena calle, el 6 de marzo de 2010. “A mí no se me nota”, dijeron marcando la distancia entre lo que le sucedió aquel atardecer y sus propias experiencias de vida, aunque ninguna de ellas ponga en duda que a la Pepa la mataron por ser lesbiana.

Es que aunque haya que desbrozar el territorio para dejar desnuda a una brutalidad que acecha es en ese disimulo no buscado donde se advierte el límite de lo que es posible expresar, manifestar, vivir abiertamente. Se puede ser lesbiana y pasar desapercibida; cruzar la barrera de la visibilidad, en cambio, tiene su costo aun después de haber sido sancionada la ley de matrimonio igualitario. Un costo que si se paga con la vida es la excepción de una regla que mide en violencias solapadas. “A mí no se me nota –dice Karen, una joven de 22, mamá de un hijo, ex novia de la Pepa–, si me ves en la calle no te das cuenta, pero tengo, bah, tenía una compañera en la escuela donde trabajo que sí se le notaba y que la terminaron echando del trabajo. Las chicas que son más chonguitas no consiguen trabajo, a no ser de remiseras. Pero igual, aunque no se me note no puedo ir al cuarteto porque la pasás mal si se dan cuenta.”

A la Pepa Gaitán se le notaba; aunque ella no usara la palabra lesbiana para definirse. Lo que se le notaba era otra cosa: un desapego radical por todo lo que se supone que debe ser una mujer. Ni siquiera parecía una mujer y estaba orgullosa por eso. Y también por eso sólo le permitía a su familia y en la intimidad que la llamaran Nati. “La primera vez que me llevó a un boliche, mi hermana me agarró y me dijo: ‘Lore, acá no se te ocurra llamarme Nati porque te reviento, acá soy Pepa, no más’. Y era así, Pepa o Chori, le decían. Y todo el mundo la saludaba, todas la querían en el ambiente.” El “ambiente” es esa manera de nombrar sin decir la pertenencia a una comunidad de pares en la que no hace falta enunciar la orientación sexual o la identidad de género disidente. El ambiente es una zona protegida en la que no hay lugar para el equívoco ni para la agresión. “Nosotras no íbamos al cuarteto aunque nos gustaba –sigue Lorena–; una vez quisimos ir al baile de La Banda 21 y no pudimos entrar porque la policía te hace a un lado. A mi hermana le pegó bien fuerte en los pechos un cana y yo salté enseguida; al final me terminó sacando de los pelos también a mí. Por eso íbamos sólo a boliches de ambiente, porque ahí no te joden y podés estar con tu novia, tranquila.”

Graciela Vázquez, la mamá de Pepa, la tercera entre dos hermanos mayores y dos hermanas menores, sabe de lesbofobia aunque aprendió a pronunciar esa palabra después del homicidio de su hija. “La Nati ya ni iba a los boliches porque se cansaba de que la discriminaran en la calle. Prefería quedarse acá, con la familia, tomarse unas cervezas con las amigas o las novias, porque nosotros desde que nos dimos cuenta ya no la jodimos más. ¡Pero sabés las veces que nos ha parado la policía! ¡Se gastaban los codos entre ellos mirándole el documento y mirándola a ella! ‘¿Qué? ¿Nunca viste una mujer macho?’, les decía yo mientras ella se hacía la que estaba en otra cosa, mirando el celular. Una aprende, aprende a la fuerza. La Nati ya a los 12 años empezó con eso de cortarse el pelo, de hacer todo lo contrario a lo que hacen las nenas. Con mi marido decíamos, bueno, será una machorra, hasta que quiso suicidarse, no una vez sino tres veces seguidas. Y ahí estuvo internada en un psiquiátrico para niños como tres meses. Después seguimos con la psicóloga como un año, que decía puras pavadas. Hasta que yo un día me di cuenta y le dije a mi marido: ‘¿Querés que te diga una cosa, José? La Nati no es una nena, mi hija es un varón’. El por supuesto que no quería saber nada, pero se tuvo que convencer. Mi marido leía mucho y se angustiaba porque pensaba que la Nati iba a ser infeliz, que la iban a discriminar, no podía aguantar su sufrimiento. Pero lo mismo lo tuvo que aguantar y los primeros que íbamos a aminorarle el sufrimiento éramos nosotros. Y lo mismo le dije a la psicóloga: ‘Mire doctora, yo respeto su matrícula pero usted respéteme como madre que soy, esto se termina acá, mi hija va a ser lo que quiera y se acabó el asunto’. Y así fue. Se acabaron las sesiones, se acabó todo. Ella hizo su vida y punto, siempre se la respetamos. Una sola vez me vino toda golpeada de la plaza, llorando porque los hermanos le habían pegado. Que se estaba besando con una chica, decían. Pero con mi marido les paramos el carro, en esta casa se respeta a todo el mundo y más a la hermana de ustedes, los únicos que podemos retar somos los padres y se acabó.”

Porque conocía de qué se trataba el desprecio, porque le había puesto el cuerpo más de una vez para que su hija inventase que no le afectaba, Graciela Vázquez fue la primera que ofreció una razón para un homicidio que parecía gratuito: “A mi hija la mataron por ser lesbiana”, dijo y repitió cientos de veces a quien la quisiera escuchar y donde la quisieran escuchar desde hace más de un año. “Torres la mató como a un perro, no le dio tiempo ni a defenderse, ¿sabés por qué? Porque la Nati lo hubiera cagado a trompadas. Y el muy cobarde no se atrevió a medirse con ella, él tenía que demostrar su superioridad y por eso directamente le disparó. Yo no eché a mi hija a la calle como un perro como hacen tantas porque era lesbiana. Y sin embargo me la mataron como a un perro.”

Hay una grieta que se abre en el relato sobre la muerte de la Pepa Gaitán, al menos en esa afirmación que se repite: la mataron por lesbiana. La grieta está en esa palabra, lesbiana, porque dicha así no alcanza a nombrar a quien era la Pepa. “Ella me pedía que le dijera ‘gordo’, era querendón y caballero, presumido, siempre tenía una sonrisa o un chiste para que se te pase el enojo. Era un chongo –dice La Turca, otra de sus ex novias–, y los hombres tienen miedo en su condición masculina de las mujeres masculinas porque ellas nunca van a ser vulgares para decir piropos, ellas son más atentos, es como que combinan lo mejor de los dos.”

Fabiola también era amiga de la Pepa y también da fe de la desconfianza que generaba ella en los hombres. Si hasta se separó del padre de su hija porque en un momento quiso prohibirle que se siguieran viendo: “Es como que le tenía desconfianza y yo no iba a dejar de ver a la Pepa porque era mi amiga del alma, era como un pibe, sí, pero muy solidaria. A mí me buscaba porque conmigo se sentía protegida, me pedía que la acompañara a comprarse ropa porque la miraban mal cuando iba a los negocios de hombres. Y eso que no era un morochito, pero igual la discriminaban, se sentía muy perseguida”. Fabiola es empleada y tiene una hija a la que la Pepa le puso su nombre, Alma Celeste. No eran del mismo barrio con la Pepa y no sabía nada de las amenazas de Torres y apenas puede creer que ese muchachito ambiguo que conoció cuando las dos trabajaban en un albergue transitorio haya muerto asesinada.

“A mi hermana la mataron por lesbiana, se sentía un varón y eso generaba más rechazo. Yo lo sé porque a mí me gustan las chicas más masculinas y por ahí voy con mi pareja a un bar y no nos atienden o lo que pedimos nos dicen que no lo tienen. Es muy feo el rechazo y mi hermana sufrió mucho por eso. Y yo veía cómo la miraba ese Torres, con asco, con desprecio y esa mirada ya la había visto otras veces”, cierra Lorena.

Tal vez la palabra lesbiana sea insuficiente. O tal vez lo que dice el asesinato de la Pepa Gaitán es que hay muchas maneras de ser lesbiana y que algunas resultan más insoportables que otras.
El juicio

Natalia Millisenda no conoció a la Pepa Gaitán pero fue a su velorio. Ella formaba parte del grupo cordobés Devenir Diverse y era una de las voces que se hicieron oír públicamente argumentando a favor del matrimonio igualitario. Supo por un periodista que habían matado a una chica por ser lesbiana y allí fue, a ponerse a disposición. “Graciela me aceptó de inmediato como abogada, en ese mismo momento. Me llevó hasta el cajón, que estaba cerrado, y me mostró su foto; quería que conociera a quien iba a defender.” Después de más de un año y cuando falta menos de una semana para que empiece el juicio, Natalia forjó una relación entrañable con Graciela Vázquez y su misión, dice, es construir un mensaje: que se entienda que la lesbofobia y también la homofobia y la transfobia, matan. “La primera vez que me reuní con la fiscal de instrucción me preguntó qué sentido tenía hablar de la orientación sexual de la víctima. Me tomó tiempo que entendiera que yo no tenía nada que hacer ahí si no era por eso. Es cierto que la ley penal tal como está no considera los crímenes de odio contra personas lesbianas, gays o trans, pero la ley antidiscriminatoria que considera agravantes de homicidio a los que se cometen en función de la raza, la religión o la ideología política también debería incluir a estos crímenes. Porque Daniel Torres apretó el gatillo, pero hay todo un sistema social que lo sostiene y que dice, de alguna manera, que está bien pegarle un tiro a una lesbiana porque, en definitiva, somos menos persona.”

Al barrio Parque Liceo llegó un comentario que fue pasando de boca en boca desde el penal de Bouer donde estuvo detenido Torres en primer término: dice ese murmullo que cuando llegó a la celda el hombre de jactó “de haber matado a una torta de mierda”. Lo dicen como si quedara claro que con esas pocas palabras podría cosechar cierta complicidad entre los reos, como si jactara de haber hecho justicia. Es un comentario, nada más, pero de algo habla la insistencia con que se repite. De algún modo, resulta creíble.

“Lo que yo también quiero probar en el juicio es la premeditación. Porque está demostrado que Torres pidió prestada el arma al mismo tiempo que empezaron las amenazas. Después declaró que era porque había sufrido un hecho de inseguridad y eso los vecinos del barrio lo desmintieron. De todos modos yo no suscribo esos pedidos que hablan de que ‘se pudra en la cárcel’. Sí tiene que ser juzgado y castigado pero sobre todo este caso tiene que servir para hacer una reflexión social.”

Natalia es una de las que repitió esa frase que marca un límite entre lo que se nota y no se nota. Pero sabe, por experiencia personal, que “caminar de la mano por la calle, todavía hoy, es para que te miren”. Ella no tiene otro registro individual de la lesbofobia, pero no puede evitar quebrarse cuando recuerda el costo que tuvo para ella hacerse visible en todos los medios de comunicación durante la discusión por el matrimonio igualitario: se quedó sola, al menos aislada de su familia de origen, con quienes lentamente está recuperando los vínculos. “Ser una lesbiana femenina te permite zafar mejor, eso es cierto. Pero hay algo más que tendríamos que registrar quienes militamos en la diversidad: mi autocrítica, al menos aquí en Córdoba, es que nos cuesta mucho mirar lo que pasa en los barrios. Los activistas visibles somos de clase media, la mayoría estudiantes o universitarios y a veces conseguimos reconocimientos formales que después no podemos sostener. Por poner un ejemplo, en Río Tercero, en Villa María y en Villa Carlos Paz hemos logrado que por ley se les permita a las personas trans acceder a los boliches donde antes tenían la entrada prohibida. Y esto está buenísimo, ¿pero quién acompaña a la gente a la puerta de los boliches? Hay que reconocer que a veces se expone a la gente a más violencia.”

En Córdoba, allí donde Natalia Gaitán fue asesinada a quemarropa, todavía rigen códigos de faltas que permiten a la policía detener a gays, lesbianas o trans aludiendo a “faltas de moral pública”. Seguramente ya no se podrá detener a un matrimonio que pasea de la mano por la vía pública. Resulta fácil imaginar la detención de cualquier persona, como podría haber sido la Pepa, cuyo nombre en el documento no coincide con su expresión de género. De estas distancias que no son sólo territoriales aunque también cercan determinados territorios, que se expanden según privilegios de clase y de recursos, que se tornan abismos cuando se encarna una u otra identidad de género, habla la vida y la muerte de la Pepa Gaitán, 27 años, “el Gordo” para sus ex novias, un caballero, siempre perfumado, siempre galante con las chicas y solidaria con quien lo necesitaba; hábil para el fútbol y para las motos; una trabajadora social sin título en el barrio Parque Liceo, en la periferia de Córdoba, asesinada por ser quien era. Fusilada por el odio que despertaba ser quien era y no tener ninguna intención de ocultarlo. Porque esa manera de ser quien era ponía en jaque esa trama tan bien tejida de lo que se supone que debe ser un hombre, que debe ser una mujer, aun más allá de la orientación sexual.


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